En una gran extensión de tierra que parece yerma, un nutrido grupo de comunarios se ha reunido junto a un embalse de agua, en el poblado de Corqueamaya, perteneciente al municipio paceño de Batallas. Hoy es un día importante: van a probar el sistema de regadío que les permitirá saciar la sed de sus cultivos sin tener que esperar a que llegue la cada vez más escasa lluvia.
“Antes había agua”, cuenta Florentino Laruta, uno de los reunidos. Y ello permitía a la población, para la que la agricultura es una de las actividades económicas principales, plantar zanahorias, lechugas y habas. “Poco a poco ha ido secándose”. Aquí ya no se puede cultivar oca ni cañahua porque hace tres años en los que la escasez del preciado líquido se ha acentuado. “Estábamos pensando de dónde sacar el agua”, dice otro de los asistentes, Fortunato Ayala. El riachuelo que baja desde la cercana Cordillera Real, el Río Seco, casi hace honor a su nombre; peor entre agosto y septiembre. Y a principios de agosto uno de los cultivos a los que no le puede faltar el agua porque está en pleno crecimiento es el de haba. Hortalizas como rábanos y repollos, que son parte de la dieta de la población, crecían en estas tierras hasta que dejaron de hacerlo. Ahora hay que comprarlas.
Las lluvias han disminuido y se han hecho frecuentes las heladas, granizadas y plagas, efectos del cambio climático que se notan, también, en los achachilas de la cordillera: cada vez están menos blancos. Insectos, gusanos y otros pequeños animales de tierras más bajas han subido hasta aquí con la crecida de las temperaturas. En definitiva, todo un cóctel de condiciones adversas para los cultivos y para quienes dependen de ellos.
El mes más cálido en el municipio de Batallas suele ser noviembre. En 1991, los termómetros llegaron a marcar 16°C de máxima; en 2010, tres grados más.
Aunque el aumento más llamativo es el que muestran las temperaturas de septiembre: en 1991, la máxima era de 12°C. Hace cuatro años se alcanzaron los 19°C.
La quinua, el haba y la papa son cultivos fundamentales en esta zona. En el caso del grano andino, el 64% de lo producido se destina al autoconsumo de la familia productora; es del 80% cuando se trata de haba. En cuanto al tubérculo por excelencia del altiplano, solo el 21% de lo cultivado es para la venta, según datos proporcionados por CARE Bolivia, que ejecuta el proyecto Adaptación al Impacto del Retroceso Acelerado de Glaciares en los Andes Tropicales con financiación del Banco Mundial y de Cosude (Cooperación Suiza). En él participan ocho comunidades de Batallas: Jichurasi, Pairumani, Estancia, Corqueamaya, Catacora, Yaurichambi, Pariri y Chirapaca. Para afrontar los cambios del calentamiento globla, los lugareños, entre otras medidas, han construido silos para conservar las papas para el autoconsumo y las que servirán de semillas.
Cipriana Quispe y Calixto Alanoca son un matrimonio de Pariri que participa en el proyecto. Su lugar de almacenaje está hecho de barro y tiene rejillas para la ventilación. Les ha costado Bs 1.200. “Las papas se mantienen frías y no les sales brotes, que les quitan fuerza”, explican entre los dos. Encima de ellas ponen koa, planta de la zona que es repelente natural. Aquí también conservan, en un tanque metálico para alejarla de los roedores, la quinua.
Hace 15 años, cada familia tenía varios tipos de papas. Ahora, una cultiva, como máximo, cinco variedades, según Grover Mamani, de CARE Bolivia. Y no todas son resistentes a los cambios climáticos, como la phiña kati, cada vez más difícil de encontrar, ideal para acompañar el pescado o comerla con queso, explica una mujer joven. Es Elena Apaza, una agricultora custodia de la agrobiodiversidad, como sus compañeras, Petrona Apaza y Brígida Chuima. Ellas están encargadas de recuperar y conservar las distintas variedades no solo de papa, también de haba, maíz, quinua, avena... Y de buscar aquellos tipos que sean resistentes a las variaciones consecuencia del cambio climático. Aunque ahora el maíz es uno de los cultivos de la zona, hace 50 años no crecía aquí, según los comentarios de los abuelos, cuenta Elena.
Lo que más afecta a los cultivos son los gusanos que han llegado con el aumento de las temperaturas. “Antes, la ropa tardaba tres días en secarse. Ahora lo hace el mismo día que se lava”, cuenta la custodia. Variedades como la phiña kati, la wawa juira, sanimilla o wila piñula se están perdiendo por la presencia de este bicho.
Estas mujeres van de feria en feria para comprar las variedades de productos que ya no se plantan en sus comunidades, conversan con otros agricultores y han intercambiado ejemplares con el Instituto Nacional de Innovación Agropecuaria y Forestal (INIAF). El resultado es un banco de germoplasma comunal, que son las tierras de cultivo. Ya cuenta con 64 tipos de papas. “Si no fuera por las custodias, solo habría 15”, asegura Grover.
El tamaño de las papas tampoco es igual al de antes: ahora crecen menos. Las más grandes son las que se llevan a las ferias, pero las ganancias de los agricultores también han menguado porque el peso total que venden es menor que hace algunos años. Las más pequeñas se guardan para hacer chuño.
No todas las tierras del municipio tienen el mismo rendimiento, pues unas son más secas que otras. Sin embargo, todas son deficientes en nutrientes, lo cual no ayuda al crecimiento de los cultivos porque, cuanto más materia orgánica tienen, mayor cantidad de agua retienen.
La solución pasa por abonar la tierra, aunque no sirve cualquier abono. “Ya no estamos colocando sintético”, asegura Cipriana Quispe, convencida de que los químicos no mejoran la fertilidad del suelo. A través del proyecto han hecho una abonera. En ella echan pajas, rastrojos y excrementos, y los remojan.
Dos meses después, tienen compost. Sin embargo, lo que da mejores resultados es el empleo de lombrices, un fertilizante más caro (un puñado de este animal cuesta Bs 70, cuentan).
En Pariri el terreno es demasiado húmedo para las papas. Por eso, el año pasado se insertaron plantines de cebolla de Achacachi y ahora tienen almácigas donde producen esta hortaliza. Es un cultivo más adecuado para el terreno de la zona y, además, es menos sensible a las plagas.
Más abajo del embalse, un agricultor abre zanjas en la tierra removida para guiar el agua que entra a borbotones procedente de una tubería. Es el primero en probar el nuevo regadío, que funciona por inundación. El año que viene se implementará el riego por aspersión, al que los lugareños no están acostumbrados pero que malgasta menos agua. Mientras, ya pueden regar. “No queremos esperar la lluvia, como antes. Queremos progresar. Agua es vida”, dice una de las alcaldesas de agua, Juana Condori. Ella, como otras personas con el mismo cargo, coordinarán con el presidente del regadío las horas y cantidad de agua por terreno. “Este año vamos a comer haba verde”, comenta uno de los que observa, aunque parece que en vez de ver la tierra, ya se imagina comiendo lo que dice.
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