Las mejillas de Felisa Calizaya y sus hijos están requemadas por el sol: el rojo casi negro de sus pómulos forma ya parte de ellos. Al menos, no tienen costra, pues pueden ponerse pomadas que descubrieron hace cinco años. Entonces, decidió ser parte del proyecto de carpas solares de la asociación civil Ayni. En aquella época, ella estaba a cargo de sus hijos, algunos de tan sólo uno y dos años, mientras su marido se había trasladado desde la comunidad Kella Kella hasta El Alto (a unos 50 minutos en auto) para trabajar y sumar ingresos a los que obtenían con el cultivo de papa.
Felisa puede ahora gastar más en ropa, azúcar, arroz, verduras e, incluso, está pagando un lote que compró en la urbe alteña. La familia vuelve a estar unida (el marido regresó de El Alto para trabajar en la comunidad) y la dieta de todos se ha enriquecido con la introducción del rábano y la lechuga que ellos cultivan.
Esta familia es un ejemplo entre las más de 200 que han visto cómo con la producción de hortalizas en carpas solares logran tener ingresos mensuales durante todo el año, a diferencia de lo que sucedía con sus actividades tradicionales: la papa y la ganadería. El promedio es de 2.500 bolivianos al mes para una familia de cinco miembros. Los pequeños también colaboran: se encargan de las tareas más livianas, cuando no están en el colegio. “Ahora es múltiple el trabajo”, reconoce Lorenzo Quispe Cuéllar, productor de Ninacho, en Calamarca. “Antes era poco, pero también (teníamos) menos ingresos”.
Las lechugas las comercializa la empresa Valleverde y pueden encontrarse en los grandes supermercados de La Paz, así como en los mercados tradicionales de Achumani, Obrajes y el centro (Rodríguez), y en algunos puntos de Santa Cruz, Sucre y Cochabamba. Las hortalizas son algo más que un producto pues, aparte de mejorar las vidas de gran cantidad de familias, contribuyen a la pervivencia de seis comunidades de tres municipios paceños, al evitar la migración a la ciudad.
Otro aspecto importante es que las mujeres han sido empoderadas con el proyecto Ayni, que comenzó hace 14 años y sigue dando sus frutos: hay quienes, por experiencia, ya funcionan de forma independiente o están a punto de lograrlo, y nuevas familias están interesadas en entrar a formar parte de él. La idea es alcanzar una sostenibilidad total en el funcionamiento de las carpas.
Tener recursos hídricos, vivir en una comunidad accesible, ser una familia joven y de varios miembros, además de poner una contraparte, son los requisitos que exige Ayni para financiar la construcción de una carpa solar. Era el caso de Felisa. Ella y sus hijos mayores estuvieron dos semanas fabricando ladrillos de adobe. Para una carpa son necesarios 1.500; ellos hicieron 1.600, previniendo que más de uno pudiera romperse. La organización sin ánimo de lucro les proveyó del resto de material necesario, como el agrofilm (plástico) para el techo y los fierros que lo sujetan. La mano de obra corrió por parte de la familia que, con ayuda de un experto, levantó su carpa en cinco días.
La capacitación como contraparte
Los productores que trabajan con Ayni cultivan, en su mayoría, alguna (o todas) de las tres variedades que ofrece Valleverde: crespa, señorita y suiza. Técnicos de la asociación han capacitado a los campesinos en aspectos básicos como la compra de semillas o la distancia entre surcos, control de calidad primaria, uso y preparación de pesticidas o ropa e higiene laboral. Incluso, han aprendido a incluir en su dieta hortalizas, alimentos necesarios que estaban ausentes de su mesa. “Antes no comíamos lechuga”, cuenta Hilaria Nimia Arcani, una beneficiaria que lleva tres años en el proyecto, de la comunidad Jucuri, en el municipio de Calamarca. Lo mismo cuenta Lorenzo, de Ninacho. Ahora, la han incluido en su dieta y la comen junto con chuño, arveja, choclo. El hecho de capacitarse también es considerado como un aporte de parte de las familias.
Con una semana de antelación, la asociación comunica el listado de pedidos a los productores y ellos alistan lo requerido. Un día antes de que llegue el camión, René Mamani y Vicenta Huanca, de Jucuri, comienzan a recolectar lechuga señorita a eso de las diez de la mañana, momento ideal, pues, si se hace más temprano, puede romperse y acaba adquiriendo un tinte negruzco.
La carpa donde están trabajando lleva el nombre de Vicenta, acorde con la intención del proyecto de empoderar a las mujeres. Ellas mismas cobran, en muchos casos, por los productos entregados. Poco a poco se va notando esa valorización: antes, no solían hablar al extraño. Ahora, no tienen reparo (aunque mirando de soslayo al interlocutor) en conversar con los visitantes que quieren conocer la cadena de producción. Al preguntarle a Felisa qué opina su marido de que ella sea la dueña, contesta con media sonrisa: “Tiene que aceptar”.
Con un cuchillo, Vicenta y René acaban con la unión de la hortaliza a la tierra y la colocan boca abajo entre 10 y 15 minutos para que “solee”: “así ya no se lastima y es más fácil de lavar”, explica él.
Después, el matrimonio pone las hortalizas en cajas que se llevan al Centro de Procesamiento Familiar (CPF). Es una pequeña estructura que pertenece a sus vecinos, Hilaria Arcani y Miguel Poma, en la que lavan, secan, embolsan y pesan las lechugas. Ayni también financió la construcción de este espacio, del que hay al menos uno por comunidad productora. Los usuarios pagan diez centavos por bolsa a los propietarios por su uso. Esto es así porque “lo que es comunal no funciona”, argumenta Willy Rolando Cori, ingeniero agrónomo y responsable del equipo agrícola de la organización.
Antes de entrar a la CPF, la familia se lava las manos y se coloca la ropa de trabajo. El tema de la higiene y la vestimenta adecuada es uno de los aspectos que más ha costado implantar para cumplir con las normas de Valleverde, una empresa comercializadora (recoge los pedidos y los vende) que surgió bajo el paraguas del proyecto de la asociación. Es quien vende la ropa de trabajo a los productores y suministra, de forma gratuita, las bolsas en las que empacan las hortalizas. Hace dos años, la empresa convirtió a diez de los campesinos en socios de Valleverde, entre los que está Felix.
Tras lavar la mercancía, se deja secar para luego colocarla en embalajes de plástico. Los productores cosechan y alistan las lechugas en un solo día, en el que pueden llegar a disponer de 200 bolsas, quedándose, a veces, hasta la una de la mañana para que todo esté listo cuando el camión de acopio llegue, cuenta Vicenta. Antes, las hortalizas eran enviadas a granel, sin pasar por el proceso de lavado y embolsado, pasos que se llevaban a cabo en la planta de Valleverde, en La Paz. Por entonces, los ingresos de las familias eran menores. Ahora, con el procesamiento, cobran dos bolivianos por bolsa de variedad señorita, y tres por la suiza. René espera sacar 500 bolsas de la cosecha de esta carpa. Al año, puede tener entre cuatro y seis cosechas, dependiendo del tipo de lechuga. Una señorita, por ejemplo, tarda 45 días en verano, y alrededor de 60 en invierno.
El vehículo recolector pasa por las comunidades en un recorrido que dura entre diez y 12 horas. Gracias a un plastoformo térmico, la hortaliza se mantiene a siete grados centígrados hasta llegar a La Paz. Desde aquí se distribuye a los distintos puntos de venta en la ciudad y otros lugares del país. “Nuestro producto llega hasta Cobija, pero nosotros no lo vendemos, alguien lo hace”, cuenta José Luis Villarroel. Dependiendo del peso, una bolsa de lechuga crespa cuesta al consumidor alrededor de Bs 5,50 y 6 (Valleverde paga dos bolivianos al agricultor).
A cada familia que cumple con los requisitos de Ayni se le adjudica un invernadero. Hilaria y su marido Miguel Poma participan del proyecto desde hace tres años y ya cuentan con la misma cantidad de carpas. “Quiero tener unas seis”, dice ella. Ése es el espíritu: una vez que pasan las primeras cosechas, los productores toman confianza y se animan a levantar nuevos invernaderos.
Es notable el cambio de vida al pasar de los ingresos puntuales de la producción de papa y de la cría de ganado (que, en la mayoría de las veces, es para el autoconsumo) al pago mensual que reciben por el cultivo de lechugas. El salario promedio de una familia de cinco miembros ronda los 2.500 bolivianos, mientras emplea 350 por carpa y cosecha. Así es como se lanzan a la construcción de nuevos invernaderos, pero no abandonan sus actividades económicas tradicionales.
Tampoco dejan de lado la formación, pero ya en un nivel superior. “Los productores no necesitan capacitación en cómo poner la lechuga”, señal Willy. Van aprendiendo nuevas técnicas y avances. Algunos, por ejemplo, ya tienen riego por goteo, algo que falta por implementar en gran cantidad de carpas por su alto coste. Normalmente se riega con manguera y se lava gracias al agua acumulada en los tanques construidos junto a los CFP.
Los más veteranos han empezado a cultivar otro tipo de productos. Uno de ellos es Andrés Limachi, de Kella Kella, que cosecha durante el verano tomates cherry. En 2011 llegó a los 70 kilos de producción. Esta hortaliza requiere conocimientos de poda e implica, en general, más trabajo, por lo que no todos pueden desarrollarlo todavía. “Es más técnico”, explica el responsable del equipo agrícola, y también uno de los productos mejor pagados: Bs 5 por 1.000 gramos.
Hace ocho años que Andrés empezó a trabajar con Ayni y ya han transcurrido más de 15 desde que instaló su primera carpa, con otra ONG. La experiencia y su espíritu investigador le ha llevado a avanzar rápidamente y probar nuevos cultivos, como la uva, que ha plantado por primera vez este año. Su vid está a más de 4.000 metros sobre el nivel del mar, por lo que podría ser la más alta del mundo. Además, como muchos otros productores, aprovecha los rincones sin cultivar de las carpas para plantar otros vegetales (cebollas, acelgas, etc.) para el consumo de su familia. Incluso, tiene un gran rosal al fondo de la carpa de la uva, del que su esposa, Claudina Calizaya, está muy orgullosa.
Mejor, Vallehermoso
Las flores también abundan en Ninacho, donde hay un par de CFP, propiedad de dos hermanos. Uno de ellos es Lorenzo Quispe, quien tiene el récord de haber producido más de 1.000 bolsas de lechuga de una sola carpa. Tan bien le va, que está pensando en buscar un trabajador fijo. “Yo también tengo que generar ingresos”. Esta comunidad es la principal fuente de abastecimiento de Valleverde en invierno, por lo que la llaman “Vallehermoso”, bromea Willy. Al caer las temperaturas en invierno, el tiempo de crecimiento que requieren las lechugas es más largo.
Por suerte, esta población tiene un clima más benigno que el de las demás que componen la red. Normalmente, cuando el consumidor acude a una tienda y adquiere una lechuga, no piensa en todo el trabajo que hay detrás. Ahora, tal vez, uno pueda agarrar una de estas verdes hortalizas y, como dice un técnico de Ayni, ver que “la lechuga tiene rostro de mujer”. Porque ellas son, en muchos casos, las que han erguido y llevado adelante la producción”.
Un complemento saludable
El origen de la lechuga no está muy claro, pero se cree que está en la India, según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). Su cultivo tiene más de 2.500 años y era muy conocida por los habitantes de los antiguos imperios griego y romano.
Las hojas de esta planta tienen gran cantidad de fibra, se las considera efectivas para combatir la anemia, la debilidad y el insomnio. Son también diuréticas, por lo que se recomienda su ingestión en dietas para la reducción de peso, según el portal Euroresidentes. La lechuga aporta vitamina A, un potente antioxidante (más abundante en las hojas oscuras), así como C (exceptuando la variedad iceberg), que tiene calcio, hierro, cobre y potasio
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