Su familia emigró del occidente con destino a Santa Cruz en la década de los años sesenta. No tenía amigos, ni conocidos, ni una sola hectárea en su haber, y empezó con la producción de arroz y la ganadería. Hoy, el único hijo de los Pérez Flores es el máximo dirigente de 14.000 agricultores de oleaginosas en el oriente. Un hombre que sembró su futuro a puro tesón y humildad
La primera noche que pasó en la ciudad de Santa Cruz, Miguel Pérez Nogales durmió en una de las bancas de la plaza principal 24 de Septiembre. No conocía a nadie. Llevaba pocas prendas en su equipaje, pero muchas esperanzas de conseguir un terreno de cultivo para su familia, de aquellos que en 1962 el Gobierno emenerrista, liderado por Víctor Paz Estenssoro, anunciaba que estaban “de regalo” para los emigrantes del occidente.
En Potosí, su terruño, Miguel había dejado a su esposa, María Flores Gómez, y a su hijo, Demetrio, quien había nacido meses atrás y al que, como todo padre, quería posibilitar un mejor futuro. Al día siguiente se trasladó hacia Montero, donde le dijeron que hallaría a miembros de una federación de campesinos. Así fue. Más tarde, éstos lo guiaron a Yapacaní, donde le “obsequiaron” 25 hectáreas. Su sueño se había cumplido.
De sus primeros meses de vida, en Hinchasi, un área rural muy pobre, Demetrio recuerda las historias que le narró repetidas veces su progenitora. “Me contaba que gateaba y ya estaba aprendiendo a caminar cuando nos vinimos”. Es que cuando cumplió un año, Miguel retornó a suelo potosino por él y María, y se los llevó a la región cruceña.
El cambio fue radical: del árido frío al calor tropical, compartiendo el trajín con mosquitos, tigrecillos, víboras y “bárbaros”, como denominaban a los indígenas del lugar, quienes, según Demetrio, escuchó de su padre, iban a los asentamientos y mataban a la gente para robarles, especialmente sus herramientas. Allí hizo sus primeras armas en la agricultura. Nadie se imaginaba que cuatro décadas después sería el líder de un imperio, el de la agroindustria soyera del oriente.
El sembrador de arroz
Miguel le relató a su hijo que cuando era joven trabajó en los grandes sembradíos de Argentina. Aquel nivel de producción, la riqueza de los predios y la labor manual lo habían dejado enamorado, y por ello no desaprovechó la oportunidad para buscar terrenos fértiles en su país. Es así que se instaló en Yapacaní, hasta donde el Gobierno enviaba alimentos y utensilios laborales para las familias que la habitaban, a la par de una comitiva militar para hacer frente a los “bárbaros”.
La familia Pérez aguantó ocho años en esa zona inhóspita. No fueron el calor, ni los animales, ni los indígenas los que provocaron su salida de allí, sino sus ansias de mayor progreso. Y abandonaron su casita de hojas de motacú, sus cosechas de arroz, la destartalada escuela y el recuerdo de la vez que Demetrio intentó jugar con una víbora, mientras María gritaba y Miguel llegó para matarla.
Entre las últimas imágenes que Demetrio guarda con alegría de esa primera etapa están las veces que su progenitor le daba la matraca para que colabore en la siembra, una especie de pinza grande que se clava en el suelo y que al abrir sus asas de la parte superior permite la apertura de su punta para dejar caer la semilla. “Tenía ocho años y eso era más grande que yo y muy pesado. Pero tenía que ayudar. Claro, no sembraba profundo”.
Hasta que Miguel ubicó mejores áreas para la plantación del arroz, aquéllas en proceso de colonización. Es así que consiguió otra parcela en la localidad de San Pedro y, durante unos meses, se trasladaba a ese sitio en bicicleta. Salía a las cinco de la mañana de su hogar en Yapacaní y pedaleaba unos 180 kilómetros, de ida y vuelta. Ello hasta que edificó una nueva para su parentela, a la que se había sumado una niña.
En territorio sampedreño, Demetrio, con sólo diez años, se turnaba entre el colegio, el campo y acompañar a su padre en las reuniones de la Federación de Transportistas, ya que éste se había comprado un camión para el traslado de los quintales de arroz. Con el tiempo, Miguel fue ayudado por su primogénito en las tareas dirigenciales, cimentando así, sin querer, un espíritu de liderazgo que le iría abriendo muchas puertas en el camino.
Demetrio acabó el bachillerato en la Unidad Educativa René Moreno. Recuerda que la diferencia de rasgos entre unos y otros hacía que los jóvenes se identificaran entre sí como collas y cambas, en tono de broma. Y aunque había lugareños “muy radicales”, como un sujeto que amenazaba a las personas de origen occidental, afirma que su familia no tuvo problemas porque sus progenitores eran muy respetados. No obstante, ya entonces se oía una frase actual: “Matar collas es hacer patria”.
En San Pedro, María abrió una tienda de abarrotes, empero, no pudo abandonar la costumbre de levantarse a las tres de la madrugada para preparar el desayuno de su esposo y los trabajadores de su predio. Es que todos preferían trabajar muy temprano porque la temperatura podía alcanzar los 40 grados al mediodía. Aparte, como no existían huellas de canales de agua, los residentes debían regar y limpiar los campos de extremo a extremo, bajo el asedio de mosquitos, fieras y los “bárbaros”.
Fue en esa época que su hermana enfermó. Cuenta que mientras ella guardaba el ganado en su corral, como cada tarde, se le apareció una víbora grande que la asustó. La impresión fue tan fuerte que le causó una embolia, la que la tuvo postrada en cama hasta quitarle la vida. Con este dolor encima, su familia se entregó a la faena en sus sembradíos de arroz, con los camiones, las vacas, su tiendita… Y Demetrio quiso ahondar sus estudios.
DE VETERINARIO A BECARIO
Entró a la universidad de Montero, para ser veterinario. Eligió la carrera porque su progenitor incursionó en la ganadería. Sin embargo, desertó en su misión por una oferta que no podía dejar pasar. Sucedió mientras cursaba el segundo año, en 1985. Tenía 22 años cuando el párroco de San Pedro comunicó a los habitantes de la posibilidad de que los muchachos se postulen a una beca ofrecida por la Embajada de Italia para el aprendizaje de los secretos de la producción arrocera.
Demetrio presentó sus papeles a la legación diplomática y un mes después le comunicaron que fue aceptado. “Tuve que salir porque vi que era una oportunidad que tal vez jamás se me iba a presentar de nuevo. Fui a conocer otra realidad, otra vida”. Con otros dos bolivianos radicó en Italia por un año y tres meses. Las primeras ocho semanas aprendió el idioma, y el resto de su estadía, todo sobre las variedades del arroz, la mejora de los suelos, la apertura de canalizaciones para el agua y el uso de herbicidas, pesticidas y de rayos láser para nivelar las tierras.
Compartió el curso con agricultores de Brasil, Ecuador, Uruguay y de naciones de Asia. “La agricultura de allá era mucho más desarrollada, con riego, aplicación de fertilizantes. Inclusive traje otras especies de arroz a Bolivia, pero ninguna creció. Allá, las siembras se realizaban con maquinaria y sembradoras. Acá recién veo el uso de rayos láser”.
Sólo había llevado en su billetera 100 dólares que, junto con lo que ahorraba de los viáticos que la Embajaba le otorgaba a diario, le sirvieron para conocer algunos lugares cercanos de su centro de estudios. Aunque había un sitio al que su grupo de amigos asistía sin falta: una basílica. Y luego de un tiempo, los seguidores y el sacerdote que notaron su asidua presencia los llamaron durante una ceremonia para presentarlos a los asistentes.
Sin haberlo planificado, eso los ayudó bastante. Resulta que este templo, del cual Demetrio no especifica su corriente, era muy importante en suelo italiano y, por ello, al ser reconocidos como integrantes de la comunidad religiosa, no tenían problemas para realizar actividades o circular por la ciudad. Recuerda que hasta la Policía italiana no los detenía porque sabía que eran devotos de esa doctrina. “Cualquier dificultad la podíamos superar a través de esa Iglesia”.
Con esa colaboración, el agricultor tuvo muy buenas posibilidades para quedarse en la nación europea, ya que la comitiva de esa congregación le había prometido el acceso a una fuente laboral. No obstante, él extrañaba a su madre, quien con la muerte de su hermana estaba más sola. Además, justo en esa época, su padre fue atropellado por un vehículo mientras cargaba en su camión material de construcción para la casa que estaba construyendo en la ciudad de Santa Cruz.
Por esto, su progenitora le insistía para que vuelva a Bolivia. Regresó casi forzado. “Creo que si hubiera tenido la dicha de tener varios hermanos, me hubiera quedado en Italia. Sin embargo, tal vez en otro país no hubiera llegado a ser lo que soy, tal vez sólo hubiera sido un ciudadano más”. Miguel estuvo hospitalizado poco tiempo y fue obligado a guardar reposo en su hogar durante seis meses. Las fracturas múltiples, que prácticamente le deshicieron una pierna, no le permitían volver al trabajo. De esa forma, Demetrio tomó la posta y aceptó su destino.
El “rey” de los soyeros
Desde 1987, cuando Demetrio se dedicó de lleno a trabajar en los cultivos de su progenitor, aplicó los conocimientos recolectados en Europa. Fue el tiempo en que comenzó a oírse de los beneficios del sembradío de la soya. Es así que los predios del oriente paulatinamente abrieron sus hectáreas a este rubro, sólo para probar si el producto se adaptaba a la región y si había mercados para venderlo. Y la leguminosa respondió en forma positiva a los intereses de los productores: era más fácil de sembrar que el arroz y no provocaba tantos problemas con las hierbas y las plagas.
Ello se traducía en menor inversión. No obstante, eso sí, la cosecha era complicada, ya que era manual, así como el trillado o pelado del grano. Y por si fuera poco, a esto se sumaba que las condiciones de la faena del agro en el país eran aún muy dificultosas, no existía tecnología. “Si queríamos comprar una máquina, tropezábamos con problemas de pago. El que vendía la maquinaria quería dinero en efectivo y nosotros teníamos letras”. Ello tenía una explicación: los arroceros vendían su cosecha a los empresarios a pagos: en cuotas que duraban tres o más meses. En el caso de la soya, por ser entonces un producto nuevo, no había regulación de costos, la tarifa era fijada por los compradores e inclusive los pequeños productores estaban obligados a cobrar menos que los grandes.
Demetrio tomó la decisión de incursionar en esta área productiva. Hizo canalizaciones de riego y colaboró a su padre a mejorar sus cultivos. Él se encargó de la administración y de la tecnología, y Miguel era quien manejaba a los operarios. Es así que al iniciarse la década de los años noventa, el negocio de la parentela resultó fortalecido, a la par de la experiencia de Demetrio como dirigente, que fue elegido representante agrícola de la zona y de la cooperativa de agua.
La Asociación Nacional de Productores de Oleaginosas (Anapo) se formó en esos tiempos, y era vista por el joven como una entidad muy lejana a sus aspiraciones. Pero la tradición familiar y su reconocimiento como líder le posibilitaron ser uno de los directores de dicha filial. Entonces, la vida le sonrió con la formación de una familia propia con Felipa Mamani y la llegada de su primogénito; aunque esa época también le trajo una noticia que lo abatió, la muerte de su madre, quien era martirizada por la diabetes, días antes de que nazca su segundo nieto.
A mediados de la década pasada, Demetrio continuó su ascenso en el ámbito dirigencial, y sus campos se fueron copando igualmente con girasol, trigo y soya transgénica, semilla que se instaló en el país tras una gran demanda internacional del producto. A la par, las políticas de la Anapo ayudaron a promocionar el consumo interno de este alimento, y las exportaciones en el rubro fueron ascendiendo de manera sostenida, por lo que los agricultores formaron sociedades para obtener mejores ofertas y ganancias.
En 2008, Demetrio fue elegido como parte de la Directiva de la Asociación Nacional de Productores de Oleaginosas, ocupando el cargo de Vicepresidente, cuando el titular era Reinaldo Díaz Salek. Su arrastre lo animó a postularse para tomar la batuta a principios de este año. Y logró su cometido. Así, de ser un inmigrante que no tenía nada, pasó a ser uno de los hombres más influyentes en la economía cruceña y boliviana.
Hoy, su progenitor sigue trabajando. Radica en el sur cruceño, una zona más seca que le permite palear los efectos del reumatismo, donde erigió una vivienda en la que cría ganado y ovejas junto con su nueva esposa. Demetrio le agradece lo que es: “Mi padre fue muy duro conmigo por momentos y mi madre protestaba porque era muy exagerado al querer corregir mis faltas. Pero a momentos también veo que ha sido bien, porque, de repente, si no hubiera hecho así mi padre, tal vez yo hubiera salido con otro genio, otro carácter, o tal vez no habría sido lo que soy”.
Demetrio tiene ahora cinco hijos. Es dueño de 300 hectáreas: la mitad destinada a la soya y la otra parte, al girasol y el trigo. Está al mando de una asociación con 14.000 afiliados, entre pequeños, medianos y grandes productores. Lidera el imperio económico de la soya en el oriente boliviano, aquél cuyas tierras relucen por el color de los granos que mueven millones de dólares al año.
Nació en Hinchasi, una pobre localidad rural de Potosí. Su progenitor abrió la senda para que su parentela sea beneficiada con el “obsequio” de 25 hectáreas en Yapacaní, donde fue asediado por los “bárbaros”. Actualmente, Demetrio tiene cinco hijos y más de 300 hectáreas en su haber, en mitad de ellas planta soya transgénica, y en la otra parte, girasol y trigo
Aprendió el tejemaneje de las movidas dirigenciales desde los diez años, junto con su padre, cuando éste se enroló a la federación de campesinos… Quiso ser veterinario, pero dejó sus estudios para viajar a Italia, donde gracias a una beca aprendió todos los secretos de la agricultura
La primera noche que pasó en la ciudad de Santa Cruz, Miguel Pérez Nogales durmió en una de las bancas de la plaza principal 24 de Septiembre. No conocía a nadie. Llevaba pocas prendas en su equipaje, pero muchas esperanzas de conseguir un terreno de cultivo para su familia, de aquellos que en 1962 el Gobierno emenerrista, liderado por Víctor Paz Estenssoro, anunciaba que estaban “de regalo” para los emigrantes del occidente.
En Potosí, su terruño, Miguel había dejado a su esposa, María Flores Gómez, y a su hijo, Demetrio, quien había nacido meses atrás y al que, como todo padre, quería posibilitar un mejor futuro. Al día siguiente se trasladó hacia Montero, donde le dijeron que hallaría a miembros de una federación de campesinos. Así fue. Más tarde, éstos lo guiaron a Yapacaní, donde le “obsequiaron” 25 hectáreas. Su sueño se había cumplido.
De sus primeros meses de vida, en Hinchasi, un área rural muy pobre, Demetrio recuerda las historias que le narró repetidas veces su progenitora. “Me contaba que gateaba y ya estaba aprendiendo a caminar cuando nos vinimos”. Es que cuando cumplió un año, Miguel retornó a suelo potosino por él y María, y se los llevó a la región cruceña.
El cambio fue radical: del árido frío al calor tropical, compartiendo el trajín con mosquitos, tigrecillos, víboras y “bárbaros”, como denominaban a los indígenas del lugar, quienes, según Demetrio, escuchó de su padre, iban a los asentamientos y mataban a la gente para robarles, especialmente sus herramientas. Allí hizo sus primeras armas en la agricultura. Nadie se imaginaba que cuatro décadas después sería el líder de un imperio, el de la agroindustria soyera del oriente.
El sembrador de arroz
Miguel le relató a su hijo que cuando era joven trabajó en los grandes sembradíos de Argentina. Aquel nivel de producción, la riqueza de los predios y la labor manual lo habían dejado enamorado, y por ello no desaprovechó la oportunidad para buscar terrenos fértiles en su país. Es así que se instaló en Yapacaní, hasta donde el Gobierno enviaba alimentos y utensilios laborales para las familias que la habitaban, a la par de una comitiva militar para hacer frente a los “bárbaros”.
La familia Pérez aguantó ocho años en esa zona inhóspita. No fueron el calor, ni los animales, ni los indígenas los que provocaron su salida de allí, sino sus ansias de mayor progreso. Y abandonaron su casita de hojas de motacú, sus cosechas de arroz, la destartalada escuela y el recuerdo de la vez que Demetrio intentó jugar con una víbora, mientras María gritaba y Miguel llegó para matarla.
Entre las últimas imágenes que Demetrio guarda con alegría de esa primera etapa están las veces que su progenitor le daba la matraca para que colabore en la siembra, una especie de pinza grande que se clava en el suelo y que al abrir sus asas de la parte superior permite la apertura de su punta para dejar caer la semilla. “Tenía ocho años y eso era más grande que yo y muy pesado. Pero tenía que ayudar. Claro, no sembraba profundo”.
Hasta que Miguel ubicó mejores áreas para la plantación del arroz, aquéllas en proceso de colonización. Es así que consiguió otra parcela en la localidad de San Pedro y, durante unos meses, se trasladaba a ese sitio en bicicleta. Salía a las cinco de la mañana de su hogar en Yapacaní y pedaleaba unos 180 kilómetros, de ida y vuelta. Ello hasta que edificó una nueva para su parentela, a la que se había sumado una niña.
En territorio sampedreño, Demetrio, con sólo diez años, se turnaba entre el colegio, el campo y acompañar a su padre en las reuniones de la Federación de Transportistas, ya que éste se había comprado un camión para el traslado de los quintales de arroz. Con el tiempo, Miguel fue ayudado por su primogénito en las tareas dirigenciales, cimentando así, sin querer, un espíritu de liderazgo que le iría abriendo muchas puertas en el camino.
Demetrio acabó el bachillerato en la Unidad Educativa René Moreno. Recuerda que la diferencia de rasgos entre unos y otros hacía que los jóvenes se identificaran entre sí como collas y cambas, en tono de broma. Y aunque había lugareños “muy radicales”, como un sujeto que amenazaba a las personas de origen occidental, afirma que su familia no tuvo problemas porque sus progenitores eran muy respetados. No obstante, ya entonces se oía una frase actual: “Matar collas es hacer patria”.
En San Pedro, María abrió una tienda de abarrotes, empero, no pudo abandonar la costumbre de levantarse a las tres de la madrugada para preparar el desayuno de su esposo y los trabajadores de su predio. Es que todos preferían trabajar muy temprano porque la temperatura podía alcanzar los 40 grados al mediodía. Aparte, como no existían huellas de canales de agua, los residentes debían regar y limpiar los campos de extremo a extremo, bajo el asedio de mosquitos, fieras y los “bárbaros”.
Fue en esa época que su hermana enfermó. Cuenta que mientras ella guardaba el ganado en su corral, como cada tarde, se le apareció una víbora grande que la asustó. La impresión fue tan fuerte que le causó una embolia, la que la tuvo postrada en cama hasta quitarle la vida. Con este dolor encima, su familia se entregó a la faena en sus sembradíos de arroz, con los camiones, las vacas, su tiendita… Y Demetrio quiso ahondar sus estudios.
DE VETERINARIO A BECARIO
Entró a la universidad de Montero, para ser veterinario. Eligió la carrera porque su progenitor incursionó en la ganadería. Sin embargo, desertó en su misión por una oferta que no podía dejar pasar. Sucedió mientras cursaba el segundo año, en 1985. Tenía 22 años cuando el párroco de San Pedro comunicó a los habitantes de la posibilidad de que los muchachos se postulen a una beca ofrecida por la Embajada de Italia para el aprendizaje de los secretos de la producción arrocera.
Demetrio presentó sus papeles a la legación diplomática y un mes después le comunicaron que fue aceptado. “Tuve que salir porque vi que era una oportunidad que tal vez jamás se me iba a presentar de nuevo. Fui a conocer otra realidad, otra vida”. Con otros dos bolivianos radicó en Italia por un año y tres meses. Las primeras ocho semanas aprendió el idioma, y el resto de su estadía, todo sobre las variedades del arroz, la mejora de los suelos, la apertura de canalizaciones para el agua y el uso de herbicidas, pesticidas y de rayos láser para nivelar las tierras.
Compartió el curso con agricultores de Brasil, Ecuador, Uruguay y de naciones de Asia. “La agricultura de allá era mucho más desarrollada, con riego, aplicación de fertilizantes. Inclusive traje otras especies de arroz a Bolivia, pero ninguna creció. Allá, las siembras se realizaban con maquinaria y sembradoras. Acá recién veo el uso de rayos láser”.
Sólo había llevado en su billetera 100 dólares que, junto con lo que ahorraba de los viáticos que la Embajaba le otorgaba a diario, le sirvieron para conocer algunos lugares cercanos de su centro de estudios. Aunque había un sitio al que su grupo de amigos asistía sin falta: una basílica. Y luego de un tiempo, los seguidores y el sacerdote que notaron su asidua presencia los llamaron durante una ceremonia para presentarlos a los asistentes.
Sin haberlo planificado, eso los ayudó bastante. Resulta que este templo, del cual Demetrio no especifica su corriente, era muy importante en suelo italiano y, por ello, al ser reconocidos como integrantes de la comunidad religiosa, no tenían problemas para realizar actividades o circular por la ciudad. Recuerda que hasta la Policía italiana no los detenía porque sabía que eran devotos de esa doctrina. “Cualquier dificultad la podíamos superar a través de esa Iglesia”.
Con esa colaboración, el agricultor tuvo muy buenas posibilidades para quedarse en la nación europea, ya que la comitiva de esa congregación le había prometido el acceso a una fuente laboral. No obstante, él extrañaba a su madre, quien con la muerte de su hermana estaba más sola. Además, justo en esa época, su padre fue atropellado por un vehículo mientras cargaba en su camión material de construcción para la casa que estaba construyendo en la ciudad de Santa Cruz.
Por esto, su progenitora le insistía para que vuelva a Bolivia. Regresó casi forzado. “Creo que si hubiera tenido la dicha de tener varios hermanos, me hubiera quedado en Italia. Sin embargo, tal vez en otro país no hubiera llegado a ser lo que soy, tal vez sólo hubiera sido un ciudadano más”. Miguel estuvo hospitalizado poco tiempo y fue obligado a guardar reposo en su hogar durante seis meses. Las fracturas múltiples, que prácticamente le deshicieron una pierna, no le permitían volver al trabajo. De esa forma, Demetrio tomó la posta y aceptó su destino.
El “rey” de los soyeros
Desde 1987, cuando Demetrio se dedicó de lleno a trabajar en los cultivos de su progenitor, aplicó los conocimientos recolectados en Europa. Fue el tiempo en que comenzó a oírse de los beneficios del sembradío de la soya. Es así que los predios del oriente paulatinamente abrieron sus hectáreas a este rubro, sólo para probar si el producto se adaptaba a la región y si había mercados para venderlo. Y la leguminosa respondió en forma positiva a los intereses de los productores: era más fácil de sembrar que el arroz y no provocaba tantos problemas con las hierbas y las plagas.
Ello se traducía en menor inversión. No obstante, eso sí, la cosecha era complicada, ya que era manual, así como el trillado o pelado del grano. Y por si fuera poco, a esto se sumaba que las condiciones de la faena del agro en el país eran aún muy dificultosas, no existía tecnología. “Si queríamos comprar una máquina, tropezábamos con problemas de pago. El que vendía la maquinaria quería dinero en efectivo y nosotros teníamos letras”. Ello tenía una explicación: los arroceros vendían su cosecha a los empresarios a pagos: en cuotas que duraban tres o más meses. En el caso de la soya, por ser entonces un producto nuevo, no había regulación de costos, la tarifa era fijada por los compradores e inclusive los pequeños productores estaban obligados a cobrar menos que los grandes.
Demetrio tomó la decisión de incursionar en esta área productiva. Hizo canalizaciones de riego y colaboró a su padre a mejorar sus cultivos. Él se encargó de la administración y de la tecnología, y Miguel era quien manejaba a los operarios. Es así que al iniciarse la década de los años noventa, el negocio de la parentela resultó fortalecido, a la par de la experiencia de Demetrio como dirigente, que fue elegido representante agrícola de la zona y de la cooperativa de agua.
La Asociación Nacional de Productores de Oleaginosas (Anapo) se formó en esos tiempos, y era vista por el joven como una entidad muy lejana a sus aspiraciones. Pero la tradición familiar y su reconocimiento como líder le posibilitaron ser uno de los directores de dicha filial. Entonces, la vida le sonrió con la formación de una familia propia con Felipa Mamani y la llegada de su primogénito; aunque esa época también le trajo una noticia que lo abatió, la muerte de su madre, quien era martirizada por la diabetes, días antes de que nazca su segundo nieto.
A mediados de la década pasada, Demetrio continuó su ascenso en el ámbito dirigencial, y sus campos se fueron copando igualmente con girasol, trigo y soya transgénica, semilla que se instaló en el país tras una gran demanda internacional del producto. A la par, las políticas de la Anapo ayudaron a promocionar el consumo interno de este alimento, y las exportaciones en el rubro fueron ascendiendo de manera sostenida, por lo que los agricultores formaron sociedades para obtener mejores ofertas y ganancias.
En 2008, Demetrio fue elegido como parte de la Directiva de la Asociación Nacional de Productores de Oleaginosas, ocupando el cargo de Vicepresidente, cuando el titular era Reinaldo Díaz Salek. Su arrastre lo animó a postularse para tomar la batuta a principios de este año. Y logró su cometido. Así, de ser un inmigrante que no tenía nada, pasó a ser uno de los hombres más influyentes en la economía cruceña y boliviana.
Hoy, su progenitor sigue trabajando. Radica en el sur cruceño, una zona más seca que le permite palear los efectos del reumatismo, donde erigió una vivienda en la que cría ganado y ovejas junto con su nueva esposa. Demetrio le agradece lo que es: “Mi padre fue muy duro conmigo por momentos y mi madre protestaba porque era muy exagerado al querer corregir mis faltas. Pero a momentos también veo que ha sido bien, porque, de repente, si no hubiera hecho así mi padre, tal vez yo hubiera salido con otro genio, otro carácter, o tal vez no habría sido lo que soy”.
Demetrio tiene ahora cinco hijos. Es dueño de 300 hectáreas: la mitad destinada a la soya y la otra parte, al girasol y el trigo. Está al mando de una asociación con 14.000 afiliados, entre pequeños, medianos y grandes productores. Lidera el imperio económico de la soya en el oriente boliviano, aquél cuyas tierras relucen por el color de los granos que mueven millones de dólares al año.
Nació en Hinchasi, una pobre localidad rural de Potosí. Su progenitor abrió la senda para que su parentela sea beneficiada con el “obsequio” de 25 hectáreas en Yapacaní, donde fue asediado por los “bárbaros”. Actualmente, Demetrio tiene cinco hijos y más de 300 hectáreas en su haber, en mitad de ellas planta soya transgénica, y en la otra parte, girasol y trigo
Aprendió el tejemaneje de las movidas dirigenciales desde los diez años, junto con su padre, cuando éste se enroló a la federación de campesinos… Quiso ser veterinario, pero dejó sus estudios para viajar a Italia, donde gracias a una beca aprendió todos los secretos de la agricultura
este post es tan simplon y patetico, que me da verguenza ajena por el que lo escribio, de verdad viejo, dedicate a otra cosa esto no es lo tuyo, "imperio de la soya", por dios, no se puede decir mas estupideces en tan pocas palabras, lo dicho que patetico
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