domingo, 3 de enero de 2016

70 mil trabajan en el agro cruceño


Jornada enriquecedora. Durante tres días, un grupo de periodistas realizó una visita guiada al campo agroproductivo de Santa Cruz, sector que aporta el 70 por ciento de los alimentos para las familias bolivianas, y cuyos agricultores permiten su presencia en las mesas y los mercados urbanos.

“Uno necesita al médico o al abogado, pero, ¿lo necesita tres veces al día, todos los días?”. Mientras Gary Rodríguez, gerente general del Instituto Boliviano de Comercio Exterior (IBCE), pronunciaba estas palabras de conclusión de la Visita al campo agroproductivo de Santa Cruz, pensaba en los deliciosos alimentos que habíamos acabado de saborear en la Hacienda del Señor, propiedad de Donizete Fernandes.

Sentada junto a otros 31 periodistas de 24 medios de comunicación, todos alrededor de una mesa con platos ya semivacíos, era inevitable imaginar el trabajo de aquellos cientos de agricultores, gracias a cuyo esfuerzo (casi nunca agradecido directamente), habíamos calmado – más de tres veces al día – el hambre del cuerpo, y con mucho gusto.

“No son gratis”. Es verdad, ni las frescas verduras, ni las tiernas papas o yucas, menos los jugosos y humeantes trozos de carne que nos llevamos a la boca son gratuitos, pero: ¿los pesos bolivianos que pagamos por ellos en los mercados (y que nos cuestan a nosotros también) garantizan su continuidad?, más allá del intercambio monetario, ¿estamos conscientes del trabajo que exige la presencia de estos insumos en nuestros hogares?

De acuerdo al último informe de la Cámara Agropecuaria del Oriente (CAO), esta pujante región produjo 12.94 millones de toneladas de alimentos para el país (y los mercados externos autorizados) en el 2015.

Dicho de otra forma, 2.44 millones de hectáreas cultivadas garantizan los actuales niveles de abastecimiento y la seguridad alimentaria de familias bolivianas, además de fuentes de ingresos de más de 70 mil productores (el 14 por ciento de ellos no está afiliado a la CAO), quienes dedican sus días a trabajar la tierra, enfrentando condiciones climáticas impredecibles y un mercado volátil, altamente afectado por el contrabando.

Con el sol acercándose al horizonte, llegamos al CEA 2, un Centro Experimental de la Asociación de Productores de Oleaginosas y Trigo (Anapo), una extensión de 45 hectáreas en las que, según el gerente técnico de la institución, Ing. Richard Trujillo, desde hace 15 años se conducen ensayos de cultivos de varios productos (soya, maíz, sorgo, chía, garbanzos, lentejas, girasol y otros), con el objetivo de enseñar métodos de cultivo eficientes a los agricultores de la región.

Sosteniendo las pequeñas hojas del sorgo recientemente sembrado en uno de los lotes, Trujillo explica la apariencia uniforme del suelo, cubierto de lo que parece pasto seco, sin rastro de los surcos tradicionales, como si no la hubieran arado: esa es la clave.

Se trata del sistema de “siembra directa”, actualmente el más usado en Santa Cruz, que consiste en “no tocar” el terreno a sembrar, descartar el arado, aplicando herbicidas para eliminar malezas y desarrollando rotaciones continuas de cultivos que dejan el rastrojo que protegerá el suelo hasta la introducción de las semillas, generalmente con máquinas especializadas.

Entre el pequeño grupo de productores que aceptó ceder unas horas de su tiempo está Gualberto Zurita, un joven agricultor de Porvenir, de voz serena y pausada, quien desde hace 20 años se dedica a la siembra de soya, maíz, trigo, girasol y sorgo; 15 de ellos con la siembra directa.

Mientras describe su año productivo 2015, se puede sentir parte de la gran incertidumbre que debe acompañar el día a día del agricultor boliviano: “el año pasado (2014) sacamos 2,5 toneladas (por hectárea), el anterior a ese, tres toneladas. Lo normal es dos…dos y medio”. A esta baja en la productividad se debe añadir la caída del precio del “grano estrella” del oriente: la soya.

El 2014, Zurita vendió a casi 380 dólares la tonelada de su producción de soya, con lo que logró un margen de utilidad. Sin embargo, este verano su precio podría oscilar entre los 240 y 280 dólares la tonelada; lo que, incluso con buenas cantidades de cosecha, restando la inversión fija (en promedio 400 dólares por hectárea, en semillas, herbicidas, maquinaria y mano de obra) podría reducir dramáticamente sus ingresos netos y los del resto de los productores.

Y está también la posibilidad de que estas cosechas no lleguen a venderse en su totalidad en el mercado interno, el único al que los pequeños y medianos productores tienen acceso, dadas las restricciones para la exportación. “Una vez que se llenan los tachos aquí, estamos mendigando dónde meter, a qué silo podemos llevar”, se lamenta.

Ante tal panorama, ¿por qué seguir en la agricultura? “Nosotros labramos el campo, eso es lo que hacemos. Si nos vamos a la ciudad, ¿qué podemos hacer?”, responde Zurita, aferrándose a la esperanza de mejores campañas el próximo año.

TIERRA DE MIGRANTES

San Julián es una comunidad del este de Santa Cruz que aporta un aproximado de 200 mil toneladas de productos alimenarios al año, hogar de Isidro Patzi, un agricultor que, acompañado de su hijo adolescente, relata un poco de sus 20 años de labor en esta fértil zona. “Mis padres me trajeron de Potosí, me crié aquí”, cuenta sonriendo, tal vez porque su pequeño lo escucha atento, como esperando que se equivoque por los nervios.

“Antes era todo chaqueo, habían muchos problemas de plagas con la (siembra) convencional. Hace 10, creo 15 años, empezamos de a poco a usar tecnología, veíamos que lo hacían los vecinos y les estaba funcionando”, concluye mirando de reojo al niño, su complicidad es sobrecogedora. “Él también quiere trabajar la tierra, por eso está siempre conmigo”, agrega.

Para las cuatro de la tarde, todos los rostros están brillando, cubiertos del sudor que los cuerpos emanan por el calor y el que inunda el aire de la zona. “Hay bastante humedad aquí, pero igual tiene que llover, siempre es mejor que llueva”, asegura Luis Yucra Flores, un productor de 51 años, risueño y conversador, también nacido en Potosí, en la provincia Linares.

“Dependemos del clima. Hay lluvias fuertes, buenas, también escasas, varían por zonas (...) no son uniformes”, explica, en concordancia con lo que el día anterior se observó en Cuatro Cañadas, donde los terrenos seguían esperando el llanto del cielo para poder ser sembrados.

Según él, dos o una y media pulgadas de lluvia ya son suficientes para una buena siembra; tres pulgadas son excesivas, cuatro son inundación.

Una correcta interpretación del clima es crucial: si una noche llueve “bien”, ya a la mañana siguiente se debe sembrar, esperando que no vuelva a caer durante los siguientes cinco días, para que la semilla germine bien.

Como casi todos sus compañeros migrantes, él llegó muy joven a San Julián –con 20 años en su caso–. “Primero empecé trabajando a pulso, con hacha, machete y motosierra, íbamos tumbando bosque, y habían riesgos, a veces el viento…mucha gente se ha matado chaqueando”, recuerda.

El 2000 marcó el inicio de las innovaciones: “primero fueron los japoneses y los menonitas los que han ido tecnificando su terreno”, cuenta, aclarando que los segundos compartieron más su tecnología, “los menonitas son más abiertos, ayudan más”.

Tras 31 años de malas y buenas cosechas, Yucra prosperó, se siente satisfecho, pero teme... teme que su sector esté ingresando a una época de precios tan bajos que, sin apropiadas medidas preventivas, podría conducir al agro oriental a una crisis que, tarde o temprano, podrá alcanzar nuestras mesas.

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