martes, 28 de mayo de 2013

Ecohuerta en Achocalla



De la huerta a la mesa, sin intermediarios ni fertilizantes ni insecticidas químicos de por medio. Así son las hortalizas ecológicas de los Jardines de Achocalla, que luego se venden en La Paz. Cuidar la biodiversidad del lugar es una prioridad para los dueños de esos cultivos: “Trabajamos así para que en 200 años podamos seguir produciendo”, explica Pedro Brunhart, propietario junto con su compañera, Juana, del terreno de tres hectáreas en el que crecen papas, lechugas, espinacas y otra variedad de verduras.

La tierra la adquirieron hace 23 años, cuando el matrimonio todavía vivía en Sajama, donde Pedro ejercía su profesión: teñía lana con colorantes naturales.

La pareja quería tener un terreno cerca de la ciudad, pero sin abandonar del todo el campo. Por eso, buscaron algo en la comunidad de Achocalla, a tan sólo unos minutos en coche de la zona alteña de El Kenko, y donde el clima es más agradable que en la segunda ciudad más alta del país después de Potosí.

El guarda de la parcela, José Adrián, comenzó a plantar algunos árboles hace ya un par de décadas. Poco a poco, él y los propietarios fueron introduciendo verduras para consumo propio y, con el tiempo, también para cocinarlas en el restaurante vegetariano, Armonía, que tienen en Sopocachi desde hace 16 años. Y lo que les sobraba, lo regalaban.

En 2008 hubo problemas en los mercados nacionales debido al incremento del precio del arroz, la soya y el maíz (en torno al 70% respecto al costo del año anterior). Entonces, basándose en su filosofía de seguridad e independencia alimentaria, el matrimonio decidió darle mayor utilidad al terreno y comenzó a cultivar en serio, con la colaboración de un técnico agrícola.

Verdor en el altiplano

“Antes, esto tenía muchos eucaliptos, los hemos cortado poco a poco”, dice Pedro señalando una loma donde crece un pequeño bosquecillo, ubicado en el barrio de Pucarani, en Achocalla. Aún quedan algunos de esos árboles originarios de Australia e introducidos en Bolivia alrededor de 1900. En condiciones de sequía, como las que tiene el altiplano durante la larga época en la que no llueve, esos árboles pueden acabar con la vegetación del alrededor y erosionar el suelo, según la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura).

Ahora, hay islas de bosques de pinos y catalpas (entre algunos eucaliptos) que, aunque no son originales del lugar, contribuyen a que aves como el gorrión permanezcan allí. Incluso, hay una queñua frente a la casa de fin de semana de Pedro, que también es ecológica (está hecha con materiales de la zona y acumula calor solar para atemperarla).

El bosque y los sembradíos de puerros y repollos, maridados con un clima amable, configuran un paisaje verde difícil de imaginar a 3.810 msnm.

Desde los Jardines se contribuye a que este ecosistema siga tal cual, mientras se aprovecha todos los recursos limpios que se tiene al alcance de la mano.

Los abonos, por ejemplo, son elaborados a base de restos de comida descompuesta o compost; también está el bocashi, un compost acelerado hecho con el suero que resulta de la elaboración de queso, material que les proporciona el quesero. “Nunca sabe qué hacer con él”, apunta Pedro. Sirve asimismo la bosta de vaca y los residuos orgánicos que genera la lombricultura o cría de lombrices. “Es el mejor abono que existe en el mundo”, opina el dueño de la huerta.

Para los insecticidas, se hierve o se deja en remojo (depende de cada variedad de producto) locoto, cola de caballo, manzanilla... Incluso, usan vasos de plástico llenos de cerveza que entierran, dejando descubierta sólo la abertura. Allí caen las tijeretas, insectos que son un dolor de cabeza para los horticultores. “Son nuevas”, afirma el encargado del proyecto, Telmo Nina. “La gente de aquí vio tijeretas por primera vez hace 15 años. Esto es una consecuencia del cambio climático, según nos indicó un experto”.

Entre el verde de los cultivos destacan los techos de calamina sobre construcciones de adobe: son los invernaderos, pues acá se planta en interior (en carpas), en semisombra y al sol. Cada uno de esos espacios en los que la temperatura y la humedad son altas y constantes tiene nombre: Suka Kollu (está atravesado por un canal de agua), Guardería, Jatun, Chato, Ecológico y Annita. Éste último recuerda a una voluntaria alemana que trabajó en los Jardines; en el lugar todo lo que se planta crece sin problemas, asegura Telmo. Además está el Armonía, bautizado como el restaurante, el que hay que atravesar para llegar al salón de reuniones de la familia, y del que, además, disfruta la comunidad.

En los terrenos de Pedro hay también una laguna artificial donde viven sapos, animales cada vez más difíciles de ver, y de la que se aprovechan las algas para cubrir la tierra durante los meses secos y así mantener la humedad.

Cada jueves, el equipo de la plantación en pleno se reúne en Armonía y trabaja en la recolección y preparación de las cestas ecológicas que luego se venden en la ciudad. Álex Adrián, el técnico, lava las lechugas con el agua proveniente de la vertiente de la comunidad junto a Vicky Mollisaca, trabajadora de la granja. En el suelo, el voluntario de Alemania, Martín Schweers, alista sentado en el piso montones de rábanos y puerros. La ingeniera agrónoma Ivonne Mendoza ayuda y supervisa. Con los tallos y hojas restantes, Valeriano Huanca fabrica más compost.

Al día siguiente, viernes, los clientes que han solicitado su cesta ecológica pasan por la librería Armonía, en la planta baja del restaurante, a recogerla.

“Garantizamos que tenga, al menos, cinco tipos de verduras”, indica Pedro, que describe a los compradores como “gente que se preocupa por lo que come”. Por eso, prefiere pagar las hortalizas a un precio más elevado que en el mercado (cuestan como en un supermercado) y tener la certeza de que lo que van a cocinar ha sido tratado con productos naturales y regado con agua limpia. Los interesados se anotan cada miércoles llamando a la librería.

Parte de lo cultivado pasa a formar parte de los platos del menú del restaurante y, lo que sobra, se separa de servilletas, plásticos y otros elementos inorgánicos y regresa a la parcela de Achocalla, donde Valeriano lo trocea y lo reúne en una montaña que, en unos meses, gracias a la descomposición, se convertirá en abono.

Todo se aprovecha. Hasta el baño es ecológico: la huerta dispone (igual que otras cinco familias de Achocalla) de un servicio que no necesita agua ni tuberías para funcionar: los excrementos se almacenan en grandes recipientes durante meses, hasta que mueren los agentes patógenos que pudieran contener. Luego, se entierran y, en ese material, se planta un árbol.

Por el terreno pueden verse algunas vacas: son de los vecinos. Ellas pastan en esta tierra y, a cambio, dejan su abono.

Todo el conjunto forma parte de la filosofía de Pedro que, aunque es de Liechtenstein (Europa), lleva más de media vida en Sudamérica. Él practica, en comunidad, el sumaj qamaña o vivir bien.




No hay comentarios:

Publicar un comentario